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Historia

Recuerdos y anécdotas del doctor Héctor Marino: primera parte

Ricardo J Losardo

Revista Argentina de Cirugí­a Plástica 2024;(04):0343-0345 


Se relata la experiencia del Dr. Héctor Marino en sus inicios como cirujano general en la Escuela de Finochietto, que recuerda su personalidad, sus maestros, sus colegas y su época.


Palabras clave: biografía, historia de la Medicina, cirugía plástica.

The narrative recounts Hector Marino’s early experience as a general surgeon at the Finochietto School, recalling his personality, his teachers, his colleagues and his time.


Keywords: biography, history of medicine, plastic surgery.


Los autores declaran no poseer conflictos de intereses.

Fuente de información So­cie­dad Ar­genti­na de Ci­ru­gí­a Plás­tica, Estética y Re­pa­ra­do­ra. Para solicitudes de reimpresión a Revista Argentina de Cirugí­a Plástica hacer click aquí.

Recibido 2024-11-07 | Aceptado 2024-12-02 | Publicado 2024-12-31

Figura 1. Esta chapa de Héctor Marino estaba en la casa de su padre Salvador Marino, en Arenales 88...

Introducción

El doctor Héctor Marino (1905-1996), destacado cirujano plástico argentino, fue un pionero de la especialidad en Latinoamérica. Profesor de la Escuela de Posgrado de la Facultad de Medicina de la Universidad del Salvador y primer director de la Carrera de Especialización en Cirugía Plástica. Jefe del Servicio de Cirugía Plástica del Hospital de Oncología “María Curie”. Miembro de Número de la Academia Nacional de Medicina. Miembro Honorario de la Asociación Médica Argentina. Presidente de la Academia Argentina de Cirugía. Presidente de la Sociedad Argentina de Cirugía Plástica.

Marino escribió en los últimos años de su vida tres crónicas de viajes (1935, 1938 y 1944-1945) así como recuerdos y anécdotas de distintas épocas de su vida. Al final de este texto pueden encontrarse estas publicaciones citadas. A continuación, trascribimos, con algunos retoques, una de ellas que lleva el título Hospital Alvear: una fábrica de cirujanos.

En 1925 ingresó a la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires (UBA): la segunda sede, que quedaba sobre la Avenida Córdoba. En su período estudiantil fue disector de anatomía y practicante en el antiguo Hospital de Clínicas, en el predio de la actual Plaza Houssay. En 1931 se graduó de médico con diploma de honor.

Hospital Alvear: una fábrica

de cirujanos

En el año 1932, después de un año muy provechoso de dedicarme, en el Hospital de Clínicas, en la Sala V de Mariano R. Castex a perfeccionar -por las mañanas- mis conocimientos de clínica médica; y de cirugía al lado de mi padre, don Salvador -por las tardes-; me encontré que tenía que decidir mi futuro que, naturalmente, se inclinaba a la cirugía. Tenía entonces dos opciones: quedarme en el Clínicas, donde tenía ya cierto número de médicos que me conocían o seguir a mi padre en el Hospital Italiano. Ni una ni otra me gustaba. Así que elegí una ruta más arriesgada y difícil: pedirle a Ricardo Finochietto que me aceptara como miembro de su Escuela, de la cual ya se hablaba no solo por su prestigio sino también por su rigor. Resultado que, un buen día, me fui a ver a RF y este me aceptó a prueba, por lo que una mañana empecé en la Sala V del Hospital Alvear, de la cual era jefe el mismo RF.

La recepción fue amistosa, diría que demasiado amistosa, pues el Jefe inmediatamente me presentó como un dechado de virtudes, gran conocedor de clínica médica, etc. Todo ello fue aceptado por los presentes con una sonrisa que me debió alertar sobre el futuro. El grupo de colegas era: Diego Zavaleta, entonces médico interno del hospital, Néstor Turco, Hernán Aguilar, Rodolfo Ferré, Raúl Velazco, que llegaría a General y Jefe de la Sanidad Militar, Germán Hugo Dickmann, hijo del conocido político socialista. Después, al año siguiente, el grupo sería más numeroso.

Aquella Sala tenía todos los defectos que todavía tienen las similares de muchos hospitales actuales: pisos de madera, hábitat de muchas ratas y alimento de montones de gatos, malas camas con periódicas invasiones de voraces chinches, baños sin agua caliente y alimentación casi incomible. Yo estoy convencido que, si se subsanaban esos defectos, la asistencia se simplificaba y, de paso, se ahorraban millones en antibióticos.

La puntualidad era exigencia mayor; una llegada después de las 7:30 se pagaba desapareciendo de la lista de operaciones por un período proporcional con la falta. Recuerdo que un día de temporal, el único que llegó en hora fui yo. RF me pidió que lo ayudara y luego, ya con los atuendos del quirófano, dio orden a la “caba” que le atara la llave de la puerta sobre el trasero para que, según explicó, si alguien quería entrar no pudiera tocar la llave sin él enterarse. Resultado que, entre los dos, cumplimos una vasta lista de operaciones; a las 10 se abrió la ventanita lateral y apareció la cabeza de Dickmann que, con voz meliflua dijo: “doctor, tengo diarrea…” y desapareció. Desde entonces, la frase quedó en el Servicio para sufrimiento de su autor.

Lo primero que había que hacer al llegar era cambiarse a un guardapolvo y atarse un sobre-delantal, tipo carnicero, con un bolsillo canguresco para llevar el material para escribir. Esto era completado por unos pequeños escritorios portátiles consistentes en una caja con tapa inclinada de manera que la toma de apuntes, dibujos de operaciones (obligatorios) y recetas eran muy cómodos. El asunto del registro de las historias clínicas no era cosa baladí, pues continuamente sufríamos inspecciones rigurosas seguidas de los condignos castigos de toda omisión y lo mismo sucedía con las carpetas de apuntes (de las cuales aún hay muchas en la biblioteca). Los jueves había inspección que incluía no solo los apuntes, sino también el corte de pelo y las uñas de los noveles cirujanos… Y llegaba al fin el sábado, día de la inspección general del Servicio. La procesión estaba constituida por el Jefe en punta, acompañado por el subjefe y seguido por los médicos y cerrada por el personal subalterno terminando con la Hermana de Caridad, la cual, sufrida objeto de las interjecciones de RF, iba generalmente pronunciando frases ininteligibles en polaco que, supongo, eran maldiciones que, como nadie entendía polaco, no producían mayor efecto.

Terminada la ceremonia, y repartidos alabanzas y castigos, venía la reunión de comentarios de trabajos locales y extranjeros, que debíamos hacer basados en la lectura de libros y revistas generosamente prestadas por RF y que permitía el lucimiento oratorio, pero también las ácidas críticas del implacable auditorio. Esta parte podía suceder tanto en sábado como en domingo (más a menudo en el último) y siempre estábamos en la ignorancia de saber si el Jefe estaría presente. Como la confianza no era mucha, las apariciones eran súbitas y avisadas por la hermana, aliada nuestra pero enemiga de RF. Esto dio lugar, un domingo, a una broma divertida: estábamos en plena sesión cuando apareció la polaca muy apurada y nos comunicó que RF venía, pero no por el corredor sino gateando por fuera del pabellón. Cuando llegó a la ventana nos encontró a todos los presentes apoyados en el marco dándole un sonriente buenos días…

Pero no todo eran bromas y, cuando de operar se trataba, las cosas iban muy en serio. Para empezar, toda posible intervención tenía que haber sido repetida muchas veces por el candidato, en cadáveres y en perros. Lo de los cadáveres no tenía muchas dificultades, pero lo de los perros era otra cosa; el problema era que no había animales y no quedaba más remedio que irlos a cazar entre las tumbas del cementerio de la Chacarita, que quedaba cerca. Como agarrar un perro solo es imposible, había que contar con un “team” de no menos de tres cazadores y buenas piernas que enlazaran el animal y lo llevaran al hospital.

Cumplido ese requisito, la operación se ejecutaba con el animal dormido por un aficionado anestesista, con todo el rigor, campos e instrumental de la operación real, terminando con el sacrificio del “enfermo” con una buena dosis de cloral. Yo tuve que pasar por todo eso, a pesar de mi cierto privilegio, y llegó al fin el día de largarme al ruedo. Se trataba de una meniscectomía, que yo había repasado muy bien así que me largué confiado bajo la mirada irónica del resto. Al principio todo fue muy bien, pero cuando tenía el menisco agarrado con una buena pinza de Museux y me aprestaba a dar el golpe maestro, la maldita pinza se resbaló y me caí de espaldas. Cuando abrí los ojos, RF estaba mirándome y lanzando una serie de improperios que no voy a reproducir. Desde entonces quedé incorporado espiritualmente al grupo.

Los pacientes, a pesar de todas esas limitaciones, andaban tan bien como los del Clínicas y en ciertos aspectos mejor. Por ejemplo, en el Clínicas había una excelente calefacción, pero las complicaciones pulmonares en el postoperatorio eran un serio problema, mientras que, en el Alvear, donde a la mañana se nos caían las agujas de las manos ateridas, esas ocurrencias eran desconocidas.

Finalmente, un asunto que preocupaba mucho al Jefe era el aprendizaje de idiomas extranjeros que, en mi caso, no corría pues yo hablaba y escribía correctamente en italiano, francés e inglés, con lo cual no podía agarrarme si no mostraba interés por las clases a las cuales concurrían obligatoriamente los “ignorantes”. No encontró otra cosa mejor que una mañana en que me estaba lavando al lado de él, antes de operar, me dijo: “Marino, si en un año no aprende alemán ¡lo devuelvo a su padre!” Me dio tanta rabia que, sin más, esa tarde lo consulté a Julio Piñeiro Sorondo, que había aprendido muy rápido alemán y tomé su profesora, la Sra. Pellegrini, una vieja y simpática francesa de Nancy que me agregó a sus alumnos. Los primeros seis meses, a pesar de mis conocimientos de latín e inglés no salía nada, pero a partir de ese período crítico, se me iluminó “el bocho” y pude darme el lujo de “pararle el carro” a RF que lo estaba volviendo loco a Aguilar en una traducción de una revista alemana, dándole la razón al examinado. RF se portó como un caballero, se incorporó y decretó que yo era desde ese momento ¡el examinador oficial de alemán! El puesto, naturalmente, me valió la antipatía de los “haraganes”, pero me rindió especial prestigio entre los que integraban el grupo de los escépticos irreductibles.

En 1933 Ricardo Finochietto, con este primer grupo de discípulos, pasó al Hospital Rawson. En esta fecha, Héctor Marino iniciaba su formación en cirugía general y todavía no tenía la inclinación por cirugía plástica.

Esta serie de artículos pretende recordar la figura de Héctor Marino y la época inicial de la Cirugía Plástica argentina, ante las futuras generaciones de cirujanos plásticos, para que tengan modelos y ejemplos a seguir en nuestros tiempos actuales.

Otras publicaciones del autor

Este artículo no contiene material bibliografico

Autores

Ricardo J Losardo
Presidente de la Academia Panamericana de Historia de la Medicina. Vicepresidente de la Sociedad Internacional de Historia de la Medicina. Ex Presidente de la Sociedad de Cirugía Plástica de Buenos Aires. Ex Presidente del 48º Congreso Argentino de Cirugía Plástica. Ex Director del Curso Trienal de Especialización en Cirugía Plástica SACPER-AMA..

Autor correspondencia

Ricardo J Losardo
Presidente de la Academia Panamericana de Historia de la Medicina. Vicepresidente de la Sociedad Internacional de Historia de la Medicina. Ex Presidente de la Sociedad de Cirugía Plástica de Buenos Aires. Ex Presidente del 48º Congreso Argentino de Cirugía Plástica. Ex Director del Curso Trienal de Especialización en Cirugía Plástica SACPER-AMA..

Correo electrónico: ricardo.losardo@usal.edu.ar

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Revista Argentina de Cirugí­a Plástica, Volumen Año 2024 Num 04

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Revista Argentina de Cirugí­a Plástica
Número 04 | Volumen 70 | Año 2024

Titulo
Recuerdos y anécdotas del doctor Héctor Marino: primera parte

Autores
Ricardo J Losardo

Publicación
Revista Argentina de Cirugí­a Plástica

Editor
So­cie­dad Ar­genti­na de Ci­ru­gí­a Plás­tica, Estética y Re­pa­ra­do­ra

Fecha de publicación
2024-12-31

Registro de propiedad intelectual
© So­cie­dad Ar­genti­na de Ci­ru­gí­a Plás­tica, Estética y Re­pa­ra­do­ra

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